Los smart contracts o contratos inteligentes son una de las manifestaciones del blockchain, una aplicación que funciona y se desarrolla dentro de la infraestructura de los blockchains.
Por tanto, empezaremos por decir que es una creación técnica y no legal, que se construye desde una concepción informática. De hecho, Nick Szabo fue tal vez el primero en definirlos hace más de 25 años como un conjunto de promesas especificadas en un formato digital, que incluye protocolos dentro de los cuales las partes del contrato actúan de conformidad con dichas promesas. La esencia de los smart contracts está en su autoejecutabilidad, de tal modo que “si algo determinado sucede entonces se da una consecuencia”, y este proceso discurre al margen de la voluntad directa de las partes, aunque de forma mediata las partes hayan consensuado un programa informático que llamaremos “acuerdo codificado”. La construcción del contrato inteligente se basa en un lenguaje informático, que le permite de actuar y desplegar sus efectos con autonomía y automatismo pero siempre dentro del marco codificado. De ahí que el término “inteligente” sea cuestionable, puesto que la inteligencia (sea natural o artificial) permite la adaptación al medio y las circunstancias en cualquier momento, aunque sean imprevistas, mientras que el contrato inteligente carece de esa flexibilidad al no poder modificar su estructura ni sus premisas, por tanto su resultado, aunque las circunstancias que rodean al contrato hayan cambiado y lo hagan inejecutable o provoquen un injusto según las normas del derecho.
Si el fundamento del contrato inteligente es un conjunto más o menos complejo de de líneas informáticas, una secuencia de premisas, instrucciones y consecuencias que actúan de modo automatizado y sin tener en cuenta el contexto, no podemos considerarlo como un contrato en el sentido legal. Los contratos tienen su base en la voluntad de las partes, que puede variar en el curso de la vigencia de aquéllos, y considerando que las circunstancias pueden llegar a invalidarlos o modificarlos; contrariamente, el contrato inteligente actúa sin consciencia ni consideración al entorno. A pesar de ello, podemos contextualizar su existencia y alcance limitado al considerarlos como parte de contratos legales, concibiendo los smart contracts como piezas de naturaleza informática que permiten el cumplimiento o ejecución automatizado de determinadas consecuencias, con base en premisas pactadas por las partes del contrato legal. Pensemos en un contrato de compraventa a plazos donde la premisa es la llegada de determinada fecha y la consecuencia es la transferencia bancaria o el cargo en cuenta del importe pactado para cada plazo. En este modelo híbrido, el contrato inteligente o acuerdo codificado no tiene vida por si mismo, pero actúa como un elemento del contrato legal asumiendo funciones de ejecución libremente pactadas por las partes, aunque subordinado al mismo.
El reconocimiento del contrato inteligente requiere de la confianza que depositan las partes y el sistema legal en la tecnología blockchain, y ese reconocimiento se alcanza al verificarse la fiabilidad del programa que lo sustenta y su adecuación al entorno jurídico. Si se le da carta de reconocimiento la tecnología blockchain, el contrato inteligente aporta la ventaja de que su ejecutabilidad no depende de la intervención de un tercero, un mediador o fedatario que determine el cumplimiento de la premisa que da lugar al advenimiento de una consecuencia, pues el propio programa lo determina y la cadena de nodos validan la operación, y una vez ejecutado ya no admite ni su cancelación ni su ulterior manipulación. Sillaber y Waltl explican que el contrato inteligente tiene cuatro ciclos de vida: creación, fijación, ejecución y finalización. La programación y validación de la misma corresponden a la segunda fase, tal vez la más importante, porque una vez completada la fijación mediante la lectura e intervención de un número indeterminado de nodos, el contrato queda “fijado” y se autoejecutará automáticamente cuando se den las premisas que han sido validadas en esa fase. Teniendo en cuenta esto, y al no ser necesaria la validación de una autoridad centralizada o intermediario, permite soluciones técnicas muy rápidas y flexibles, al tiempo que supone ahorros económicos que pueden emplearse en el modelo de negocio propiamente. En el reverso de la moneda encontramos los peligros del automatismo: por ejemplo, el contrato puede prever la ejecución de una garantía pecuniaria en el supuesto de falta de pago en una fecha determinada, pero si ese hecho se produce por efectos de un tercero o de un imponderable no previsto en el programa, el contrato se ejecutará de todos modos y el importe dado en garantía terminará en manos del ejecutante. La reversión de esta consecuencia puede resultar difícil, y cuando menos, lenta y costosa.
Si bien podemos decir que los contratos inteligentes evitan las dudas y zonas grises interpretativas inherentes en los contratos legales articulados con lenguaje tradicional, los primeros carecen de la flexibilidad necesaria para impedir una consecuencia injusta o contraria a la verdadera voluntad de las partes. Los principios asociados a la contratación como la buena fe contractual o el abuso de derecho no son tenidos en cuenta en el lenguaje informático, de modo que ese contrato puede resultar en si mismo contrario a derecho, por mucho que sus líneas de programación informática dispongan consecuencias totalmente acordes a los presupuestos consignados en ellas. Podríamos decir que el contrato inteligente apareja un resultado “fatal”, el cumplimiento de lo programado con ignorancia premeditada de circunstancias que rodean al contrato y esto lo hacen peligroso. Con el objeto de impedir la ejecución “ciega” de los contratos inteligentes, algunos autores apuntan a la posibilidad de activar su ejecución de mutuo acuerdo entre las partes mediante un protocolo de firmas múltiples y cruzadas, pero esta medida vendría a restarles una de sus principales características y posiblemente, virtudes: la autoejecución.
La solución a este problema debe buscarse en el propio diseño del programa porque la naturaleza del contrato inteligente es sustancialmente técnica. Se trata de incorporar soluciones informáticas que permitan distinguir cuándo el contrato tiene vía libre para ejecutarse y cuándo no, basadas no solo una mera formulación binaria “SI/NO” para llegar a la conclusión, sino activando aspectos transversales más complejos relativos al entorno del contrato inteligente, cuyo empleo vendrá de la mano de tecnología de inteligencia artificial. Y junto a ello, para lograr una progresiva integración de la propuesta técnica del contrato inteligente en el entorno jurídico en el que se desarrollará, su elaboración debería de realizarse mediante la cooperación de especialistas informáticos y legales.
Eduardo Vilá
Vilá Abogados
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1 de marzo de 2019